[Esta
entrada es un extracto de mi contribución «La creación
de empresas societarias de Economía social (cooperativas de trabajo asociado y
sociedades laborales) en el marco concursal o preconcursal de las empresas en
crisis financieras y patrimoniales», con destino a un libro colectivo coordinado
por la Profesora Gemma Patón García bajo el título de “La liquidación de empresas en crisis: aspectos laborales, fiscales y
mercantiles”, que se editará en breve por la Editorial Bosch, pues ya se
halla en prensa, nos remitimos allí
para mayor aparato o detalle bibliográficos, que aquí se ahorran, para
facilitar su lectura]
En
el ámbito del Derecho concursal y preconcursal de los empresarios (y, por
supuesto, también de los consumidores y/o usuarios, aunque nuestro objeto de
atención en esta sede se cifra en el análisis de las crisis financieras y patrimoniales
de los empresarios, individuales o colectivos) tiene, en nuestra opinión, mucho
–o, prácticamente, todo– el recorrido por hacer la mal llamada «Responsabilidad
Social Corporativa o RSC», pues aún, por desgracia para los principales damnificados
–los deudores en grave crisis financiera o ya concursados–, es un aspecto lamentablemente
inexplorado.
Decimos
la mal denominada RSC, pues, en rigor, se la debería llamar con un mejor y más
plausible criterio, simplemente «Responsabilidad Social de la Empresa o RSE», como
se ha advertido ya de forma generalizada por la doctrina (cfr. ESTEBAN, RIVERO,
GONDRA, EMBID, etc.), pues aunque esta cultura empresarial surgiera y fuera
promovida como una innovadora forma de gestión principal aunque no
exclusivamente por las grandes empresas (es decir, por aquellas que cotizan en
bolsa y tienen vocación de ser multinacionales, es decir, todas las que
evidencian una impronta funcional menos social o, lo que es lo mismo, un
marchamo más egoísta, dado que están concebidas para maximizar sus beneficios e
incrementar lo máximo posible el valor patrimonial de las acciones suscritas
por sus socios), lo cierto es que pian
piano, paulatinamente, con el paso del tiempo, es una cultura que
notoriamente ha gozado de un mayor y más extenso predicamento, al trascender su
marco empresarial originario de partida para venir a ser asumida ya actualmente
por parte de cualquier modalidad de empresa (rectius: de su titular, sea una persona física o jurídica, que es
quien a la postre responderá socialmente, llegado el caso). Hoy esta política
de gestión empresarial es llevada a cabo por las grandes empresas cotizadas,
por aquellas otras grandes aún no cotizadas, familiares o no, por las pymes,
por las llamadas microempresas y, por supuesto, también hasta por muchos empresarios
individuales. No tiene sentido, por tanto, ya hablar de RSC, de modo que esta
expresión habría que reservarla para aludir a la RSE de las grandes
corporaciones. Y si se emplea para cualquier empresario, entonces debe estimarse
que es una mera licencia literaria y que es un término sinónimo del de RSE.
Hecha
esta aclaración terminológica, volvemos de nuevo a las posibilidades de la RSE
en el ámbito de las crisis financieras, preconcursales o ya concursales, de los
diferentes empresarios, individuales o sociales. Como es sabido, hablar de
empresarios socialmente responsables es referirse a aquellos titulares de
empresas que optan por gestionarlas no sólo con un afán de lucro o, cuanto
menos, de mera cobertura de costes, sino también con una novedosa y empática finalidad
o decidido propósito de procurar (simultánea y compatiblemente
con su tradicional y natural aspiración crematística –la de maximizar sus
beneficios tanto cuanto legalmente fuere posible– o economicista –la de obtener
cuanto menos la cobertura de los costes de producción–) una más adecuada promoción y satisfacción de los intereses de otros
grupos de personas que concurren con el empresario en el desarrollo de su actividad
económica o profesional, es decir, se pretender satisfacer los intereses
concurrentes –y las más de las veces tradicionalmente concebidos como enfrentados
a los del empresario– de unos colectivos
de personas o de comunidades a los que se llaman «grupos de interés o stakeholders», a saber: clientes,
proveedores, trabajadores, accionariado o socios minoritarios, empresas
competidoras, comunidades en las que se implanten, administraciones públicas de
todo rango, etc. Por lo que las políticas de RSE abarcan –o son
susceptibles hipotéticamente al menos de–
los más variados temas, pero que se traducen en políticas de sensibilización hacia
los intereses, aspiraciones, deseos y necesidades de esos grupos de intereses.
Un
campo aún pendiente de abordar en la RSE es el de las crisis financieras y patrimoniales
de las variopintas empresas (y, reitero, asimismo de los
particulares, consumidores y usuarios, aunque ahora no toca hablar de ellos, si
bien también respecto de ellos se postula cuanto aquí se diga para los
empresarios en dificultades financieras, pues, en realidad, hemos de confesar que
la idea que aquí postulamos nos ha surgido con ocasión de las nuevas corrientes
institucionales que se avecina para una mejor protección y tutela por parte de
los legisladores, nacionales y foráneos, hacia la problemática concursal que la
crisis global ha generado en consumidores y usuarios). Sabemos que la Ley Concursal de 2003 se orienta hacia la satisfacción
de los acreedores del deudor concursado, que ese es el fin nuclear de la
legislación concursal. Por lo que los acreedores no tienen por qué renunciar a
los fines que dice promover y tutelar la propia Ley Concursal, pero, sin duda,
si quieren, si es que realmente pueden, quieren y están dispuestos (otra
cosa es que quieran y no puedan, por supuesto, porque asumir esas políticas
ponga en riesgo financiero, precisamente, a ellos, los propios acreedores), muy bien cabría hacerlo y, por ende,
matizar sus legítimas aspiraciones en esa sede, es decir, aquellas que están
tuteladas legislativamente.
Si
así son las cosas, si ha habido una sucesiva serie de reformas legislativas de
la Ley Concursal, como se han apuntado a lo largo de este trabajo, tendentes a
hacer posible el “fin principal” (aún el de la promoción y plena
satisfacción o pago de los créditos correspondientes a los diferentes
acreedores concurrentes) con “otros
fines instrumentales y secundarios”, que se tienen por loables, plausibles y,
en buena medida, atendibles, a saber: en primer lugar, «el principio de la conservación de la empresa» del deudor, en aras
de mantener la riqueza ya creada y de evitar ineficiencias en la reasignación
de los recursos (BISBAL); en segundo lugar, con el afán de que el mantenimiento
de la empresa propicie, facilite o conlleve la consagración de un nuevo principio,
«el principio de conservación o
preservación del mayor número posible de empleos». Si bien, y ello debe ser
especialmente resaltado y subrayado, también este segundo principio no deja de
ser o tener un carácter adjetivo, al igual que lo tiene el principio anterior de
la conservación de la empresa, por muy loables y plausibles que ambos sean o
nos parezcan. Es decir, ambos principios sólo se revelan posibles por parte del
legislador actual –o son plenamente actuables y factibles– en tanto que instrumentales del sacrosanto
principio basilar de la plena satisfacción de los créditos de los acreedores concurrentes,
lo que se hace patente tanto por vía de la proposición de la administración
concursal como, por su puesto, en última instancia a la hora de dar el visto
bueno por parte de la autoridad judicial.
Esto
es lo que es exigible a los acreedores que acuden forzosamente a un procedimiento
concursal o a aquellos sobre quienes gravita la mera posibilidad de que ese
procedimiento tenga lugar más pronto o más tarde. No se les puede exigir ser empáticos
y sensibles con la situación del deudor concursado, pues ello coartaría de
manera aberrante su libertad y el libre desarrollo de su personalidad. El
legislador ha decidido que no, a la vista de las posibilidades que le permite
el actual sistema político y jurídico de que nos hemos dotado
constitucionalmente, y, por tanto, el legislador entiende que es una mera opción
personal y libre de cada uno a adoptar en la gestión de su patrimonio, esto es,
cada cual habrá de decidir de qué modo contribuye a hundir o no financieramente
al deudor en una próxima crisis o, incluso, ya concursado (o, por
no parecer tan injustos, en qué medida su situación económica, sus balances de
ejercicio, le permiten ser empáticos y sensibles con sus deudores a la hora de
darles más oxígeno o privárselo, financieramente hablando, claro). Si esto es así, ¿por qué no cabe también en
esta sede la asunción de políticas de responsabilidad social por parte de los
empresarios que acudieren hipotéticamente como acreedores y/o, por supuesto, por
parte de las mismas administraciones públicas? Es evidente que es posible, tan
sólo hace falta voluntad de hacerlo, si hay infraesctructura financiera y,
además no se olvide, ello resulta eficiente de cara a su consolidación en el
mercado, pues la RSE no puede confundirse con la filantropía, es una cultura
empresarial que responde a un modelo de gestión eficaz y, más aún, eficiente,
que se presenta como una vía de consolidación en el mercado y, por mor de ser
justos, una opción de gestión que se revele no sólo éticamente más atendible
sino financiera y económicamente más viable: una mejor opción o, cuanto menos,
una opción que garantiza la consolidación en el mercado por parte de los
empresarios que arrostran este tipo de políticas empresariales innovadoras.
Por
eso, nos limitamos en este momento a apuntar esa posibilidad, nada más. Creemos
que la RSE tiene un inmenso campo en este ámbito de crisis financieras, pues se
puede facilitar que muchas personas puedan evitar caer en situaciones de
exclusión social. En este sentido, nos remitimos al último informe de la
Defensora del Pueblo, ya que aboga por la adopción de fines de política jurídica
que hagan factible «un nuevo comienzo»
para los consumidores o usuarios que sean declarados en concurso, apuntándose así
a la inercia existente en Derecho comparado de la conocida política anglosajona
del “fresh start”, predicada profusamente
para los deudores no empresarios, esto es, consumidores y/o usuarios, en el ámbito
de la ordenación legislativa de los procesos concursales.
Repárese
en que las tendencias legislativas hacia la obtención de «un nuevo comienzo del
deudor concursado» –y, en su caso, ampliamos nosotros, también respecto
de aquellos empresarios más sometidos a ese mismo riesgo de exclusión social,
como, p. ej., los individuales– no deja
de erigirse en un excelente y loable fin de política jurídica, que precisa
ulterior o posteriormente del necesario diseño de aquellos mecanismos jurídicos
más idóneos o adecuados de política legislativa para su consecución. Pero eso
es otro estadio legislativo: primero fijar objetivos, luego idear medios lo más
eficiente posible para hacerlos factibles.
Pues
bien, ni siquiera nos movemos en este análisis de las propuestas de lege ferenda de los legisladores, en
absoluto. En este foro estamos hablando de RSE, lo que no exige necesariamente
de la actuación promocional por parte del Estado para ser asumidas por los
acreedores empresarios que quieran y puedan hacer políticas de RSE, aunque el legislador
muy bien podría hacerlo (p. ej., la obtención de ciertas ventajas fiscales, de subvenciones,
o de deducciones en las cuotas de la Segurididad social, etc.). No, nos movemos
simplemente en el ámbito más estricto de las iniciativas sobre RSE, es decir,
en aquel en que su actuación depende exclusivamente de la mera voluntad del
empresario. De nadie más.
Para
concluir, simplemente, queremos reiterar que no sólo en para el marco de los
deudores consumidores o usuarios de los que habla el Informe de la Defensora
del Pueblo es posible la RSE. No sólo cabría la RSE para los deudores
consumidores y usuarios, sino también para cualquier empresario, basta con tener
voluntad –y posibilidad financiera, por supuesto– de hacerlo y asumir políticas de RSE claras que demuestren a todos nuestros
clientes que somos empresas socialmente responsables también en el momento de
mayor crisis financiera de la gente, allí cuando ésta se plantea dudar de su
propia autoestima e, incluso, aislarse socialmente para no ver la pesada mirada
de aquellos que los conocen, huyendo así del estigma social asociada a la
vergüenza del fracasado en los negocios o, peor aún si cabe, en la actividad de
un consumo irresponsable. Se trata de contribuir voluntariamente, en la medida
que cada acreedor esté dispuesto a hacerlo –esto que vaya por delante–, a hacer que el mundo sea un poco menos
injusto y severo con quienes lo han perdido todo, hasta su propia estima. Se
trata de evitar la exclusión social, como mínimo, pero no sólo de eso, se trata
de hacerse socialmente responsable con mayúsculas: se trata de tener el poder
para decir si pierdo o no dinero –no siempre al margen de que ello sea una
medida en mayor o medida rentable en términos de negocio propio– pero hago que este mundo sea mejor o más
torticero.
Al
final, como casi todo en esta vida, es simplemente una decisión personal, ¿cuál
es la tuya?